Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad

Obviamente muchos muchachos muestran conductas que indican la existencia de un trastorno por déficit de atención con o sin hiperactividad, pero quizá haya un sobrediagnóstico que afecta tanto al tratamiento como al niño en sí mismo. Las características, por su parte, son tan amplias que es difícil que alguno de nosotros no nos podamos ver diagnosticados con este trastorno en algún momento de nuestras vidas.

 

El "arte" de todo diagnóstico consiste, en gran medida, en separar aquellas personas con un trastorno determinado de aquellas otras que, sin sufrirlo, pueden tener rasgos similares. Lógicamente, algo parecido ocurre con el TDAH, donde se entremezclan niños con problemas de conducta, con otros con problemas de aprendizaje, con falta de pautas educativas o, incluso, con alteraciones hormonales.

 

Desde un punto de vista académico, los niños con TDAH suelen tener determinadas características que según el DSM-IV (un manual donde se clasifican distintos trastornos y que últimamente no está gozando de demasiada fama a pesar de lo cual sigue siendo el más utilizado) son las siguientes:

Desatención:

-          A menudo no presta atención suficiente a los detalles o incurre en errores por descuido en tareas escolares, trabajo, etc.

-          A menudo tiene dificultades para mantener la atención en tareas o actividades de tipo lúdico

-          A menudo parece no escuchar cuando se le habla directamente.

-          A menudo no sigue las instrucciones y no finaliza las tareas escolares, encargos, etc.

-          A menudo tiene dificultad para organizar las tareas y actividades.

-          A menudo evita, le disgusta o es renuente a dedicarse a tareas que requieren un esfuerzo mental sostenido.

-          A menudo extravía objetos necesarios para tareas o actividades.

-          A menudo e distrae fácilmente por estímulos irrelevantes.

-          A menudo es descuidado en las tareas diarias.

 

Hiperactividad:

-          A menudo mueve en exceso manos o pies o se remueve en su asiento.

-          A menudo abandona su asiento en la clase o en otras situaciones en que se espera que permanezca sentado.

-          A menudo corre o salta excesivamente en situaciones en las que es inapropiado hacerlo.

-          A menudo tiene dificultades para jugar o dedicarse tranquilamente a actividades de ocio.

-          A menudo ‘está en marcha’ o suele actuar como si tuviera un motor.

-          A menudo habla en exceso.

 

Impulsividad:

-          A menudo precipita respuestas antes de haber sido completadas las preguntas.

-          A menudo tiene dificultades para guardar su turno.

-          A menudo interrumpe o se inmiscuye en las actividades de otros (por ejemplo, se entromete en conversaciones o juegos).

 

Sin embargo, existen otras características que, aunque quizá menos academicistas, son también habituales:

-          Tienden a dejarlo todo para después. Los ejercicios, las tareas u obligaciones, siempre cuentan con un tiempo en el futuro para realizarse. Ese tiempo, habitualmente, nunca llega.

-          Suelen tener una enorme variabilidad de días buenos y malos.

-          No son fiables en cuanto a opiniones escolares (todos los exámenes salen siempre bien aunque las calificaciones no suelen acompañar esa idea).

-          El trabajo escolar suele provocarles una somnolencia difícilmente soportable

-          Funcionan mejor cuando algún adulto ‘fiscaliza’ su vida, lo que no significa que el trabajo sea fácil. Dicho de otro modo: para que el niño con TDAH aprenda es importante que cuente con un ‘guardia’ que le ayude prestándole su atención (en este caso, de un modo literal). Dejarlo solo, es tanto como abocarlo al fracaso.

-          Relacionado con lo anterior, no es infrecuente que los resultados académicos no acompañen: incluso siendo conscientes de que saben la materia para obtener un 8, la calificación puede estar muy por debajo del 5 (ello ocurre porque en el aula no existe una figura controladora que ayude a focalizar su atención).

-          No suelen ser demasiado amigos de la lectura (aunque existe una cierta variabilidad en este sentido).

-          Tienden a ser desordenados.

 

Pero, como decíamos al principio, existen muchos ‘falsos positivos’ y ‘falsos negativos’ en el mundo del TDAH. Quizá, en este sentido, el aspecto más importante es el referido a la labilidad educativa en la que muchos padres caen. La falta de normas, el no imponer límites, el no permitir la frustración (que es un ejercicio sano de cara al futuro) puede convertir a los niños en ‘falsos hiperactivos’. Vivimos en una sociedad en sí misma hiperactiva y acrítica. Recordemos hace unos años cuando se escribía una carta, se enviaba al buzón y se esperaba la respuesta. Este ejercicio de espera se convirtió en la actualidad en un insano ejercicio de inmediatez al no ser capaces de esperar la respuesta al correo electrónico que acabamos de enviar. No supone este ejemplo que nos anclemos al pasado, de volver a una ‘prehistoria reciente’ a la que aferrarnos como abuelos nostálgicos sino que debemos buscar estrategias que permitan a nuestros hijos aprender a esperar. En este sentido, nos parece importante:

-          Educar en la tolerancia a la frustración, es decir, en asumir que las circunstancias de nuestra vida son variables y en esa variabilidad las cosas no siempre suceden como deseamos. Educar en que no siempre ganamos, que tenemos que aprender a tolerar la frustración, que podemos recibir muchos ‘noes’ en lugar de los ‘síes’ que quisiéramos escuchar es una forma de preparar a nuestros hijos para la vida.

-          Educar en la espera (lo que se denomina ‘demora de refuerzo’) o, dicho de otro modo, educar en que hay que ganarse las cosas. Como decíamos, vivimos en un mundo inmediato y la espera es algo que no siempre se logra adquirir. Corremos para no ir a ninguna parte. Hacer que los niños sepan esperar por aquello que desean es una forma de educarlos para el futuro, cuando precisamente pocas veces logramos de modo inmediato lo que realmente merece la pena.

-          Educar en el autocontrol. En realidad el saber esperar y la tolerancia a la frustración suponen formas de autocontrol. Sin embargo nos referimos aquí a situaciones más amplias. Por ejemplo, cuando trabajamos con algunos muchachos conflictivos debemos empezar por educarlos en “aprender a callarse”. No significa esto, lógicamente, que uno no pueda exponer su opinión sino que esta debe ser coherente y no impulsiva, que debemos ser capaces de escuchar y que, en definitiva, debemos ‘pisar el freno’ de nuestro descontrol.

-          Educar en una adecuada “filosofía de vida”, que va más allá de lo inmediato. Lejos de ser una abstracción es una estrategia imprescindible para aprovechar nuestro propio potencial. Una buena filosofía de vida nos dice que el fracaso no consiste en intentar hacer algo y que nos salga mal sino en no intentar alcanzar metas por miedo a no lograr el éxito. La adecuada filosofía de vida nos dice, también, que si arrepentirse de lo que hicimos mal es un problema, mayor problema es arrepentirse de aquello que no nos atrevimos a hacer. Nos explica que responder con agresividad es fácil pero tener la fortaleza para no caer en provocaciones es la auténtica madurez; que debemos aprender a utilizar el humor, que las relaciones personales válidas y auténticas son aquellas que nos acompañan en los momentos duros y no sólo cuando todo va bien; que aquello que merece la pena suele costar trabajo conseguirlo y que al elegir entre lo cómodo y lo correcto, es esto último lo que es de más ayuda aunque también sea lo más cansado y, a menudo, doloroso… Todo ello por más abstracto que parezca, es básico para afrontar los retos que la vida pone ante nosotros y, sobre todo, porque es misión de la familia preparar al muchacho para esa vida misma. Y en este sentido, no nos importa en exceso la existencia o no de otros problemas de base pues al margen de los mismos, debe proporcionarse esa educación independientemente de las circunstancias que lo originen.

 

Pero para lograrlo, es necesario la participación de unos seres insustituibles que son los auténticos educadores: los padres. Decíamos antes que vivimos en una sociedad acrítica. Empecemos a educar a los niños a ser críticos (con argumentos; ser críticos no significa decir ‘no’ por sistema), eduquémosles a asumir fracasos, a cometer errores… Y no nos olvidemos, nunca, que no hay una edad para empezar a educar sino que desde el mismo momento que un niño nace, está dispuesto a aprender.